February 14, 2018

Somos Uno con Jesucristo

Carta pastoral sobre los fundamentos de la antropología cristiana

CrossAl clero, los religiosos y los fieles del centro y del sur de Indiana Sobre los fundamentos de la antropología cristiana
del Reverendísimo Charles C. Thompson
Arzobispo de Indianápolis
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Conforme nos adentramos más en el nuevo año y examinamos nuevamente los problemas que siguen aquejando a nuestra nación y a nuestras comunidades locales del centro y el sur de Indiana, aprovecho esta ocasión para expresar mi inquietud por el bienestar, tanto de la persona como de la familia humana, desde la perspectiva de la antropología cristiana y la doctrina social católica (la manera como los cristianos perciben la dignidad humana y la finalidad o propósito de la sociedad humana).

Durante la reunión de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos celebrada en noviembre de 2017, se plantearon diversos problemas sociales que requirieron nuestra atención y, en muchos casos, una respuesta pública. Entre estos problemas que a menudo erosionan la dignidad de la persona humana se encuentran:
 

  • violaciones contra la santidad de la vida humana (p. ej.: el aborto y el suicidio asistido por médicos);
  • la grave situación de los inmigrantes y los refugiados (p. ej. normas de admisión, protección de la unidad familiar, el tratamiento que se da a los indocumentados, especialmente a los niños y jóvenes, seguridad fronteriza y la amenaza cada vez más creciente de la deportación y su realidad);
  • el racismo, incluyendo la cifra cada vez más alta de flagrantes expresiones de violencia, así como la sutil y socavante influencia del racismo en la cultura estadounidense (además de la valoración de la diversidad de idiomas, culturas y pueblos que conforman la Iglesia y la familia humana en general; y la importancia de cerrar la brecha racial mediante el respeto mutuo, la responsabilidad y la cooperación);
  • las diversas formas de drogadicción, en especial la crisis de opiáceos;
  • la incidencia y gravedad cada vez mayores de la violencia armada en hogares, iglesias y otros lugares públicos;
  • la amenaza contra la libertad de culto en Estados Unidos y en el resto del mundo, lo que incluye el derecho de los trabajadores del sector de la salud y de los empleadores de oponerse con base en la moral a determinadas prácticas y procedimientos aprobados por la sociedad que sean inmorales o que planteen un conflicto moral.

A medida que los obispos exploramos estos y otros problemas, resultó evidente que nuestra respuesta a todos ellos está profundamente enraizada en la concepción eclesiástica del origen, la naturaleza y el destino de la persona humana, tal como se reveló en Jesucristo (la antropología cristiana). De dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos como personas individuales y como comunidades diversas, determinan nuestros derechos y responsabilidades en la sociedad humana.

Los principios de la antropología cristiana

Deseo aprovechar esta ocasión para compartir algunos de los principios fundamentales de la antropología cristiana y de las enseñanzas sociales del catolicismo que se deben tomar en cuenta a la hora de responder a los problemas sociales críticos.

La dignidad humana

La justicia social sólo puede ser conseguida sobre la base del respeto de la dignidad trascendente del hombre. La persona representa el fin último de la sociedad, que está ordenada al hombre: La defensa y la promoción de la dignidad humana nos han sido confiadas por el Creador, y [...] de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia (Juan Pablo II, “Sollicitudo rei socialis” (Sobre la preocupación social), #47) (Catecismo de la Iglesia Católica, #1929).

El primer principio clave de la doctrina social católica es el respeto de la dignidad de cada persona humana, independientemente de su raza, sexo, nacionalidad, situación económica o social, nivel de educación, afiliación política u orientación sexual, puesto que todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. La dignidad es igual para todos. Ninguna persona es “major” que otra. Todos merecemos respeto. Todos tenemos derechos humanos fundamentales. Nadie está exento de la responsabilidad de apoyar y ayudar a los demás seres humanos, independientemente de que pertenezcan a la misma familia o comunidad, o que sean extranjeros que nos resulten de algún modo extraños. Puesto que cada persona humana ha sido creada a imagen de Dios, forma parte de la familia de Dios. Para los cristianos esto también significa que somos hermanos de Cristo y entre nosotros.

Todos los pecados cometidos contra la dignidad de las personas, incluyendo tomar una vida humana, el abuso y el acoso sexual, la violación, el racismo, el sexismo, la teoría antimigratoria del nativismo y la homofobia, constituyan transgresiones a este principio fundamental. Tenemos la capacidad (y a veces es nuestra obligación) reprobar la conducta de algunas personas, pero jamás podemos denigrar, irrespetar o maltratar a otros sencillamente a causa de nuestras diferencias, independientemente de las circunstancias.

Los cristianos no somos ingenuos en cuanto al poder del mal o a la influencia corruptora del pecado humano. En cada situación social la presencia del mal se manifiesta a través de las acciones censurables de las personas, así como también en las estructuras sociales corruptas que la sociedad ha permitido que se desarrollen al punto de la institucionalización. Para superar el mal en todas sus formas se necesita el amor puro, desinteresado, compasivo, misericordioso y transformador de Cristo. El amor vence al pecado y la muerte. Tiene el poder de transformar los corazones y las acciones de las personas y las sociedades, de derrumbar las barreras y construir puentes y de apartar las legislaciones y las costumbres que reflejan el odio, el prejuicio y el temor de generaciones de pecadores. Al final, el amor vence cualquier mal, pero como se refleja en la pasión y muerte de Jesucristo, el verdadero amor requiere de entregarse a la voluntad de Dios y el consecuente sacrificio de todos los deseos e intereses humanos que no se corresponden con la ley divina.

Los cristianos estamos llamados a construir puentes, no muros (papa Francisco). Ya sea en la política, en las relaciones raciales, en las crisis económicas, en las disputas familiares o de comunidades locales, tenemos el desafío de ser pacificadores, de encontrar un punto medio y de participar en un diálogo respetuoso.

Lo que hagamos al más pequeño de nuestros hermanos, se lo hacemos a Cristo

El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25:40). (Catecismo de la Iglesia Católica, #1932).

Somos uno con Jesucristo. Esta no es una metáfora sino una verdad fundamental de la antropología cristiana. Lo que hagamos al “más pequeño” de nuestros hermanos, especialmente a los pobres, los vulnerables, los enfermos, los inmigrantes y los ancianos, se lo hacemos a Jesucristo. Esta creencia fundamental que nosotros aceptamos como un hecho, influye drásticamente en la forma en que estamos llamados a vivir. No existimos meramente para satisfacernos a nosotros mismos o a nuestros iguales. En Cristo, existimos por el bien de todos, sin importar su raza, sexo, nacionalidad, situación económica o social, nivel de educación, afiliación política, orientación sexual o cualquier otra distinción. Aunque tenemos la libertad de estar de acuerdo o no con los demás o apoyar sus costumbres o acciones, debemos tener presente que todo lo que hagamos (o dejemos de hacer) a esos hermanos, se lo hacemos (o se lo dejamos de hacer) a Cristo, nuestro hermano y nuestro Señor.

Tal como nos enseña san Pablo en la Carta a los Gálatas (Gal 3:28), “Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer.” Todos somos uno en Cristo Jesús. Cuando nos negamos a recibir a los extranjeros, negamos a nuestro Señor. Cuando fomentamos comportamientos racistas, sexistas u homofóbicos, faltamos el respeto a Cristo Jesús. Cuando no protegemos a niños y adolescentes contra todas las formas de maltrato y abuso o no protegemos a nuestras comunidades de la violencia armada, fracasamos en nuestros deberes más sagrados como miembros de la familia de Dios. Tal como nos lo ha advertido en repetidas ocasiones el papa Francisco, el pecado de la indiferencia pesa enormemente en nuestras conciencias como discípulos misioneros porque todo aquello que hagamos (o dejemos de hacer) a esos hermanos, se lo hacemos (o se lo dejamos de hacer) a nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.

La grave situación de los inmigrantes y los refugiados

Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben (Catecismo de la Iglesia Católica, #2241).

La Arquidiócesis de Indianápolis está participando en la campaña de dos años de duración “Compartiendo el viaje,” que lanzó el papa Francisco en colaboración con la organización Caritas Internationalis (la organización de auxilio internacional de la Iglesia), conjuntamente con Catholic Charities USA y Catholic Relief Services. El objetivo de esta campaña es crear conciencia sobre la grave situación de los inmigrantes, los refugiados y los solicitantes de asilo que se ven obligados a huir de su patria debido a conflictos económicos, políticos o religiosos.

“Compartiendo el viaje” procura recordarnos que los millones de personas que huyen de la guerra, de la persecución y de la pobreza, son nuestros hermanos. Se trata de hombres, mujeres, niños y adolescentes de carne y hueso, no meras abstracciones o estadísticas. Tienen rostros, nombres e historias personales. Dios conoce a cada uno de ellos por su nombre; los ama y los considera sus hijos adorados. Más aún: Dios nos exhorta a que los recibamos como invitados, no a que los rechacemos como extraños, y nos ha dicho muy claramente que “cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25:40).

Cuando anunció la campaña “Compartiendo el viaje,” el papa Francisco afirmó que “Cristo nos insta a recibir a nuestros hermanos con los brazos verdaderamente abiertos, listos para estrecharlos en un abrazo sincero y amoroso.” Este es un rasgo característico del papa Francisco: emplear imágenes vívidas y físicas para destacar sus enseñanzas. En efecto, el Santo Padre nos dice que Cristo no se conforma con medias tintas. Hacer un cheque y enviarlo por correo a una de las agencias de socorro es una acción loable. Pero no basta. Además del apoyo económico, según expresa el papa, Cristo desea que mantengamos un contacto cálido y entusiasta con nuestros hermanos pobres y vulnerables.

Para la mayoría de nosotros que llevamos vidas ajetreadas, repletas de trabajo y obligaciones familiares, esto no resulta sencillo. Sin embargo, las oportunidades para involucrarnos activamente con los necesitados abundan si las buscamos. Desde hace más de 42 años, la organización de caridad católica Catholic Charities Indianapolis da la bienvenida y atiende a inmigrantes y refugiados. Y las parroquias de todo el centro y el sur de Indiana trabajan arduamente para proporcionar comida, albergue, ropa y acceso a atención médica de calidad para todos los necesitados, incluyendo a aquellos que abandonaron su país de origen en busca de una mejor vida. Pregúntele a su pastor o a cualquier agencia de Catholic Charities de qué forma puede usted ayudar y gustosamente lo referirán al lugar más cercano en el que acogerán de buen grado su participación.

Nuestra Iglesia extiende a todos el amor incondicional de Jesús. Recibimos a los extranjeros y nos esforzamos por lograr que todos se sientan como en casa. Apoyamos los esfuerzos de nuestro país para resguardar las fronteras y para reglamentar los procedimientos que rigen el proceso de inmigración y de reubicación de los refugiados. Sin embargo, insistimos en que se protejan los derechos de las personas y las familias en todas las circunstancias, y anteponemos la defensa de la dignidad humana a la conveniencia política o práctica. Tomamos tan en serio esta responsabilidad que las enseñanzas de la Iglesia señalan que los ciudadanos tienen la obligación de atender a su conciencia y no obedecer las leyes y las normativas que sean contrarias a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio (véase Catecismo de la Iglesia Católica, #2242).

“Compartiendo el viaje” no es una campaña política sino una forma de promocionar la solidaridad para con los miembros de nuestra familia que tengan una necesidad especial de nuestro apoyo devoto. Sin embargo, “Compartiendo el viaje” nos recuerda que como ciudadanos tenemos la responsabilidad de promover el bien común, por el bien de nuestra nación y el de la comunidad de naciones. La paz y la prosperidad deberían estar al alcance de todos los pueblos, sin distinción de raza, origen étnico y preferencia religiosa. Debemos recibir a todos, darles la bienvenida y respetar, tanto las diferencias que nos dividen, como la condición humana fundamental que nos une.

El papa Francisco nos recuerda que Jesús, María y José fueron una vez refugiados que huyeron de la tiranía política y de la cruel brutalidad del rey Herodes. Fueron inmigrantes que pasaron años viviendo en suelo extranjero, una situación que comparten hoy en día millones de personas que han dejado atrás sus hogares en una búsqueda desesperada de seguridad y de una mejor vida.

Lo que hagamos al más pequeño de nuestros hermanos, se lo hacemos a Cristo. Compartamos su viaje y démosles la bienvenida, estrechándolos “en un abrazo sincero y amoroso.”

La drogadicción

El uso de la droga inflige muy graves daños a la salud y a la vida humana. Fuera de los casos en que se recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuticas, es una falta grave. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas escandalosas; constituyen una cooperación directa, porque incitan a ellas, a prácticas gravemente contrarias a la ley moral. (Catecismo de la Iglesia Católica, #2291).

La drogadicción en nuestro país es un problema grave. Las guerras fomentan el uso de drogas entre los soldados heridos que regresan a casa devastados por el dolor, pero inclusive en tiempos de paz, la gente se refugia en distintos tipos de drogas, incluyendo los opiáceos (analgésicos de venta con receta tales como la oxicodona, la hidrocodona o el fentanilo, y en sustancias ilícitas tales como la heroína) como formas para lidiar con enfermedades dolorosas, la soledad y la ansiedad que produce la vida cotidiana.

La adicción a cualquier droga, sea esta lícita o ilícita, es un problema serio que pone en peligro la vida. Seis de cada 10 muertes causadas por sobredosis se deben a opiáceos y la sobredosis es la primera causa de muerte accidental. En 2015, más de 33,000 estadounidenses murieron a consecuencia de sobredosis de medicamentos de venta con receta o heroína y se calcula que unos 2 millones de estadounidenses son adictos a analgésicos de venta con receta, en tanto que la cantidad de adictos a la heroína asciende a medio millón.

Además del grave daño que sufren los propios adictos, la drogadicción también afecta a muchos otros familiares, compañeros de trabajo, amigos y a la sociedad en general. Se calcula que cada drogadicto afecta a por lo menos otras cuatro personas, en especial, cónyuges e hijos. Las familias sufren enormes traumas emocionales, físicos y económicos cuando uno o más familiares son adictos a analgésicos de venta con receta y/o a drogas ilícitas. Más del 40% de los menores que se colocan en hogares de acogida provienen de familias afectadas por la drogadicción.

Este “problema de vida” constituye una amenaza para la vida y la dignidad humanas. Pensemos en la cantidad de bebés en gestación que quedan expuestos al efecto de los opiáceos en el vientre de sus madres. Estos bebés suelen ser más pequeños y pesar menos que otros recién nacidos, a menudo presentan síntomas del síndrome de abstinencia después del parto, y corren un riesgo más alto de sufrir problemas conductuales a medida que crecen. Se trata de un círculo vicioso: la ansiedad conlleva al uso de drogas que, a su vez, genera mayor ansiedad y drogadicción.

¿Cuál es la solución? Si fuera sencilla o indolora, habríamos eliminado el problema de la drogadicción hace mucho tiempo. En efecto, se trata de un problema muy complejo y difícil que se encuentra amplia y profundamente arraigado en nuestra sociedad. No existe una solución única, ya sea de índole jurídica, moral, espiritual o sociológica, que se perfile como “la respuesta perfecta” a la crisis de opiáceos que vivimos actualmente o al problema de larga data de la drogadicción aquí en Indiana y en todo el mundo. Sin embargo, no podemos darnos el lujo de quedarnos de brazos cruzados mientras millones de nuestros hermanos sufren. Debemos actuar de formas que sean coherentes con nuestra responsabilidad bautismal de llevar el poder sanador de Jesucristo a todos los que sufren, ya sea que se encuentren cerca de nuestra casa o, tal como lo expresa el papa Francisco, en los márgenes de la sociedad humana o en “la periferia.”

Mientras buscamos formas para responder ante esta crisis, conviene referirnos a la carta pastoral de los obispos de Indiana, publicada en 2015 y titulada Pobreza en la Encrucijada: la respuesta de la Iglesia ante la pobreza en Indiana. La pobreza es consecuencia de muchas causas y adopta muchas formas, pero la drogadicción es, ciertamente, una de las principales causas y efectos de la pobreza. A continuación cito un pasaje del prólogo de Pobreza en la Encrucijada:

Mediante una fórmula sencilla—ver, juzgar, actuar—invitamos y exhortamos a todos, comenzando por nosotros mismos, a prestar más atención a los pobres de nuestra comunidad, a identificar las cuestiones sistémicas que perpetúan el ciclo de la pobreza para personas y familias, y a aplicar medidas puntuales para reducir las repercusiones a largo plazo de la pobreza en nuestro estado, al mismo tiempo que nos acercamos y ayudamos a aquellos que sufren sus devastadoras consecuencias aquí y ahora.

Abramos los ojos y reconozcamos la drogadicción por lo que es. Tomemos decisiones serias con respecto a las medidas que podemos implementar como personas individuales, familias y comunidades para abordar todos los factores que contribuyen a la actual epidemia de opiáceos. Y por último, con la ayuda de la gracia de Dios, hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para ayudar a aquellos que sufren ahora y en el futuro.

La libertad de culto

En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal [...]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón [...]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella (Catecismo de la Iglesia Católica, #1776).

La libertad de culto está arraigada en las enseñanzas sempiternas de la Iglesia sobre la dignidad humana que nos enseñan que la libertad de culto es la piedra angular de una sociedad que promueve la dignidad humana; es un derecho fundamental del ser humano que se compagina con el deber de todos de buscar la verdad acerca de Dios.

La protección a la libertad de culto resguarda y refuerza todos los principios fundamentales mencionados anteriormente. Cuando existe una amenaza a la libertad de culto o esta se niega, se ponen en riesgo todos los derechos humanos y se pasa a cuestionar la inalienable dignidad de cada ser humano. Tal como lo expresó el papa Benedicto XVI durante su visita a Cuba hace varios años: La Iglesia vive para hacer partícipes a los demás de lo único que ella tiene, y que no es sino Cristo, esperanza de la gloria (cf. Col 1:27). Para poder ejercer esta tarea, ha de contar con la esencial libertad religiosa, que consiste en poder proclamar y celebrar la fe también públicamente, llevando el mensaje de amor, reconciliación y paz que Jesús trajo al mundo.

La profesión de la fe no debe convertir a una persona en un ciudadano de segunda clase. Si bien la religión es algo personal, jamás es algo privado. El pilar del derecho a la libertad de culto es la propia dignidad de la persona humana. La libertad de culto es el derecho humano que garantiza los demás derechos: la coexistencia de la paz y la creatividad solo serán posibles si se respeta plenamente la libertad de culto.

El respeto a la vida humana

El respeto a la persona humana supone respetar este principio: “Que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como ‘otro yo,’ cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente” (“Gaudium et Spes,” #27.1). Ninguna legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas. Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada hombre un “prójimo,” un hermano. El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25:40). Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos. La liberación en el espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo (Catecismo de la Iglesia Católica, #1931-1933).

La Iglesia católica se opone al racismo, el sexismo, la teoría antimigratoria del nativismo y a todas las formas de prejuicio contra quienes percibimos como distintos de nosotros, incluyendo a los extranjeros y los enemigos. Estamos en favor de una reforma migratoria que incluya medidas razonables de seguridad para nuestro país y, al mismo tiempo, siga acogiendo y amparando a los inmigrantes y a los refugiados que se esfuerzan por vivir de una forma razonable y respetuosa dentro de nuestra sociedad. En especial, incentivamos las acciones que promuevan la unidad familiar y que apoyen a aquellos que anteriormente estaban amparados bajo la llamada Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) y la ley Dream Act.

Tal como lo expresamos en el prefacio de nuestra carta pastoral publicada en 2015, Pobreza en la Encrucijada: la respuesta de la Iglesia ante la pobreza en Indiana:

Como obispos que sirven al pueblo de Dios, nos concierne todo el mundo, independientemente de su credo, raza, origen étnico o situación socioeconómica. Cristo vino para salvar a toda la humanidad. Como sus ministros, se nos ha entregado la responsabilidad de proseguir con la labor de Cristo al servicio de todos nuestros hermanos y hermanas aquí en el estado de Indiana.

Al mismo tiempo, los obispos poseemos la obligación especial de cuidar a los integrantes más vulnerables de la familia de Dios. Es por ello que prestamos especial atención a aquellos seres que todavía no han nacido, a los enfermos y los ancianos, a los prisioneros, a aquellos aquejados por distintas formas de adicción o de padecimiento mental, y nos preocupamos por la educación de las personas procedentes de distintos orígenes y circunstancias. Este es el motivo por el cual nos preocupamos de un modo muy especial por nuestros hermanos y hermanas que se encuentran en la pobreza.

El evangelio hace énfasis en que en el corazón de Dios existe un lugar especial para los pobres, tanto así que se “hizo pobre” (2 Cor 8:9). Jesús reconoció su sufrimiento y era compasivo ante su soledad y sus temores. Jamás pasó por alto sus aprietos ni se comportó como si no le importaran. Nuestro Señor siempre estuvo al lado de los pobres, consolándolos en sus tribulaciones, sanando sus heridas, y nutriendo sus cuerpos y sus almas. Jesucristo exhortó a sus amigos a que reconocieran la verdad de los pobres y que no permanecieran impávidos.

Todos los discípulos de Jesucristo están llamados a amar a los pobres tal como Él lo hizo. Como pueblo de fe, se nos invita a reconocer al pobre, a dejar que la Palabra de Dios ilumine la realidad de la pobreza y a responder con corazones transformados.

Mediante una fórmula sencilla—ver, juzgar, actuar—invitamos y exhortamos a todos, comenzando por nosotros mismos, a prestar más atención a los pobres de nuestra comunidad, a identificar las cuestiones sistémicas que perpetúan el ciclo de la pobreza para personas y familias, y a aplicar medidas puntuales para reducir las repercusiones a largo plazo de la pobreza en nuestro estado, al mismo tiempo que nos acercamos y ayudamos a aquellos que sufren sus devastadoras consecuencias aquí y ahora.

Reflexiones finales

Estos principios fundamentales constituyen las bases de toda la doctrina social católica y de la antropología cristiana. La respuesta de la Iglesia a las apremiantes interrogantes sociales de nuestra época se rige por estos principios y estos siempre deben guiar las enseñanzas (y las acciones) de los obispos, pastores y de todos los educadores y defensores cristianos.

Tal como sucede a menudo, las enseñanzas de la Iglesia destacan a los “católicos del tanto y el como.” Por ejemplo, respetamos tanto el derecho de los países soberanos a controlar sus fronteras como el derecho de las personas y las familias a emigrar y ser tratadas con dignidad y respeto. Reconocemos tanto el derecho constitucional de los ciudadanos estadounidenses de portar armas como la responsabilidad de los gobiernos de reglamentar la venta y el uso de armas de fuego por razones de seguridad pública. Celebramos tanto la diversidad de idiomas, culturas y razas en nuestro país como la importancia de que todos estemos unidos y en paz. Amamos a los pobres y anhelamos el día en que ningún hombre, mujer o niño tenga que vivir sin un techo que lo cobije, tenga hambre o esté privado de una atención médica de calidad.

La doctrina social católica es tan compleja y diversa como la gente que debe proteger y defender. Como cristianos y ciudadanos, quizá no estemos de acuerdo con respecto a la mejor forma de aplicar estos principios en situaciones específicas, ya sea por medio de legislaciones, normas o políticas públicas, pero no puede existir duda en cuanto a que estos principios están arraigados en la verdad sobre la persona humana, tal como se concibe a la luz de la razón y por revelación divina, especialmente en el Evangelio de Jesucristo.

En un espíritu de solidaridad y esperanza, aprendamos a amar y a servir a todos (incluso a los extranjeros y a los enemigos) tal como Cristo nos amó.

Dado en Indianápolis, en el Centro Católico Arzobispo Edward T. O’Meara, el 14 de febrero de 2018, Miércoles de Ceniza.

Reverendísimo Charles C. Thompson
D.D., J.C.L.
Arzobispo de Indianápolis

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