Cristo, la piedra angular
La catedral del Papa, símbolo visible de la Iglesia universal
El domingo 9 de noviembre se interrumpe el calendario litúrgico de la Iglesia. En lugar de observar el XXXII domingo del tiempo ordinario, la Iglesia nos invita a celebrar la Festividad de la Dedicación de la Basílica de Letrán, la catedral de la diócesis de Roma.
Por lo general, los edificios de las iglesias no son motivo de celebración. De hecho, tal como señalo en la reflexión pastoral que publiqué recientemente, titulada Paz y unidad: “Más allá de toda institución o edificio, la Iglesia es la comunidad de creyentes que es misionera por su propia naturaleza.”
Insistimos en que la Iglesia de Jesucristo es mucho más que cualquier institución o edificio y, sin embargo, reverenciamos los espacios sagrados donde nos encontramos con la persona de Jesús, especialmente en el santo sacrificio de la misa.
La Basílica de San Juan de Letrán, en Roma, es la catedral del Papa y, por tanto, la Iglesia madre de Roma y del mundo. El Letrán es un símbolo visible de la Iglesia universal que nos llama a posar la mirada en la casa celestial de Dios que la Iglesia terrenal busca en su peregrinación. Como símbolo sagrado (sacramental), este edificio eclesiástico concreto llama nuestra atención sobre el significado más profundo de ecclesia, la reunión del pueblo santo de Dios, el único Cuerpo de Cristo.
La lectura del Evangelio de la festividad de la Dedicación de la Basílica de Letrán (Jn 2:13-22) narra la conocida e incluso inquietante historia de la “purificación” del Templo por parte de Jesús. Como nos dice san Juan:
Estaba cerca la pascua de los judíos; y Jesús subió a Jerusalén, y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. Entonces hizo un azote de cuerdas y expulsó del templo a todos, y a las ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas, y dijo a los que vendían palomas: “Saquen esto de aquí, y no conviertan la casa de mi Padre en un mercado.” Entonces sus discípulos se acordaron de que está escrito: “El celo de tu casa me consume.” (Jn 2:13-17)
Los que han profanado el Templo son expulsados por su irreverencia e indiferencia hacia las cosas de Dios; buscan lo material y Jesús deja claro que la casa de su Padre es un lugar sagrado, no un mercado.
San Juan continúa con el relato y cita la respuesta de Jesús a la petición de los judíos de darles una señal, una prueba de que tiene autoridad para decidir quién o qué es apropiado para el Templo. La respuesta de Jesús es aún más inquietante para los dirigentes judíos: “Destruyan este Templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo” (Jn 2:19). Es comprensible que les parezca sorprendente. “Cuarenta y seis años costó construir este Templo, ¿y tú piensas reconstruirlo en tres días?” (Jn 2:20)
Pero san Juan nos dice que Jesús hablaba del templo de su Cuerpo—el Cuerpo de Cristo—que es el templo nuevo y eterno. Ningún edificio puede ocupar el lugar de Cristo resucitado, que vive en la Iglesia y a través de ella, y que se alimenta de su Cuerpo y su Sangre en la Sagrada Eucaristía. Por eso, el Evangelio de san Juan concluye este poderoso relato diciendo: “Por eso, cuando resucitó, sus discípulos recordaron esto que había dicho, y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había pronunciado” (Jn 2:22).
Nosotros, discípulos misioneros y peregrinos de esperanza, somos el Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Mucho más grandes que cualquier institución o edificio, somos las manos y los pies, las mentes y los corazones, y las palabras y las acciones de nuestro Señor Jesucristo. Honramos los espacios sagrados que sirven de punto de encuentro y veneramos los lugares santos (sagrarios) donde se encuentra la presencia real de Jesús, esperando que vengamos a adorarlo y a recibirlo en la Sagrada Comunión.
Los edificios eclesiásticos como la Basílica de San Juan de Letrán en Roma no se honran por lo que son, sino por la función que desempeñan como lugares de encuentro del pueblo de Dios en unidad y paz como el único Cuerpo de Cristo.
En el interior de la Basílica de Letrán, rodeando la nave central a lo largo de los muros norte y sur, se exponen enormes estatuas de los doce Apóstoles portando los instrumentos de su martirio,
recordatorios poderosos de que lo más importante no es el edificio, a pesar de su brillante arte y arquitectura, sino la misión que Cristo nos encomendó a todos.
La misión de la Iglesia, instituida por Jesús, es la proclamación de la Buena Nueva con un enfoque en hacer discípulos misioneros a personas de todas las naciones, sin excepción. A medida que nos acercamos al final de este tiempo litúrgico, volvamos a dedicarnos a ser el Cuerpo de Cristo y a llevar su mensaje a todos. †