Cristo, la piedra angular
Así como Jesús perdona nuestros pecados, también nos llama a unirnos a Dios
En la lectura del Evangelio del quinto domingo de Cuaresma, los escribas y los fariseos llevan ante Jesús a una mujer adúltera y la obligan a colocarse en medio de la multitud que se ha reunido en torno a él. Sus motivos no son honestos; quieren usarla para atrapar a Jesús.
“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio — le dicen—. Y en la ley, Moisés nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. ¿Tú, pues, qué dices?” (Jn 8:4-5).
Jesús no dice nada. En lugar de eso, se agacha y empieza a escribir en la arena con el dedo. No sabemos lo que estaba escribiendo, pero fuera lo que fuese, claramente incomodó a los hipócritas escribas y fariseos.
Entonces insistieron en pedirle que juzgara a la mujer, a lo que Jesús contestó, “El que de ustedes esté sin pecado, sea el primero en tirarle una piedra” (Jn 8:7). El Señor les muestra un espejo a estos santurrones para que puedan verse como realmente son: pecadores. Es de suponer que no quieren que sus pecados salgan a la luz y, en consecuencia, “se fueron retirando uno a uno comenzando por los de mayor edad” (Jn 8:9).
Luego, cuando se queda a solas con la mujer, Jesús se incorpora y le dice: “Mujer, ¿dónde están ellos? ¿Ninguno te ha condenado?” “Ninguno, Señor,” respondió ella. Entonces Jesús le dijo: “Yo tampoco te condeno. Vete, y desde ahora no peques más” (Jn 8:10-11).
Todos somos pecadores; todos somos culpables de pensamientos, sentimientos y acciones que nos separan de la comunión con Dios y con nuestros hermanos y hermanas en Cristo. El Señor lo sabe, pero aun así nos ama. Nos perdona y nos invita a arrepentirnos y a renovar nuestra relación con Él.
Ni en este relato ni en ninguna parte de los Evangelios se sugiere que Jesús sea permisivo o “blando” a la hora de enfrentarse a la realidad del pecado. Sus enseñanzas son claras e inequívocas: el pecado es ante todo una ofensa a Dios, una ruptura de la comunión con Él, y el deseo ardiente de nuestro Señor es que cada persona con la que se encuentra esté unida a Dios y entre sí. No nos condena por pecadores y deja en claro que ha venido al mundo por nosotros y para nuestra salvación. Así pues, nos dice a cada uno y de una forma específica: “Vete, y desde ahora no peques más.”
Según el Catecismo de la Iglesia Católica:
Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios y el retorno al seno del pueblo de Dios (#1443).
No sabemos si la mujer anónima de esta historia comió o bebió alguna vez con Jesús, pero sabemos con certeza que habría sido bienvenida. Incluso los hipócritas que fueron objeto de la crítica más severa e implacable de nuestro Señor habrían sido bien recibidos por él si se hubieran arrepentido y prometido no pecar más.
Aunque suene a una frase trillada, Jesús ama a los pecadores pero no sus pecados. La distinción es importante porque todos somos pecadores. Si Jesús hubiera condenado a la mujer adúltera, entonces, para ser justos, también tendría que condenar a los escribas y fariseos que la acusaron, a toda la gente de la multitud y a todos nosotros. Es un hecho simple que todos somos pecadores, pero lo asombroso es que todos estamos llamados a arrepentirnos, recibir el perdón de Dios, cambiar nuestras vidas y convertirnos en santos.
El papa Francisco nos recuerda repetidamente que todos somos pecadores, incluido él mismo. Debemos reconocerlo con humildad y buscar el perdón de Dios, que está a nuestra disposición en el sacramento de la penitencia. Lo que Jesús detesta es la hipocresía: la negativa a admitir que somos pecadores y nuestra insistencia en juzgar a los demás, en condenar a otras personas por sus pecados. Jesús nos ama y nos perdona, pero nos pide que admitamos que somos pecadores y que perdonemos a los demás como Dios nos ha perdonado a nosotros.
En esta Cuaresma, reconozcamos nuestra condición de pecadores y pidamos perdón a Dios; no nos rechazará. Y hagámonos un examen de conciencia para identificar actitudes y acciones hipócritas. ¿Juzgamos duramente a los demás mientras no reconocemos nuestros propios pecados? Si es así, pidamos a Dios la gracia de arrepentirnos, de cambiar nuestras actitudes farisaicas y de perdonar a los demás en nombre de Jesús. †