March 8, 2024

Cristo, la piedra angular

Irradiar el amor de Dios, llevando esperanza y sanación a todos

Archbishop Charles C. Thompson

“Alégrate, Jerusalén, y todos los que la aman. ¡Llénense de regocijo por ella, todos los que por ella se han entristecido! Porque ella los amamantará en sus pechos, y los consolará y dejará satisfechos” (Is 66:10-11).

Ahora que arribamos a la mitad de la temporada penitencial de la Cuaresma, la Iglesia nos recuerda que la alegría es lo que da sentido a la vida cristiana, no la tristeza. Este tiempo santo nos prepara para el dolor de la pasión y muerte de nuestro Señor, pero lo que es más importante, nos conduce a la alegría inefable de la resurrección de Cristo y su regreso a su Padre celestial.

El cuarto domingo de Cuaresma se llama Laetare, una palabra latina que significa “regocíjense.” La lectura del Evangelio del Año B describe el motivo de nuestro regocijo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Jn 3:16).

El gran amor de Dios por nosotros se ha revelado en Jesús, y aunque nuestro Redentor sufrió muchas dificultades que en definitiva lo llevaron a morir en la Cruz, su victoria final sobre el pecado y la muerte es el motivo de nuestro gran regocijo.

El salmo responsorial de este domingo (Sal 137) canta el dolor experimentado por el pueblo elegido de Dios mientras se encontraba en el exilio en Babilonia:

“Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sion. Sobre los sauces de la ciudad colgamos nuestras arpas. Los que nos capturaron, nos pedían que cantáramos.

Nuestros opresores nos pedían estar contentos. Decían:“¡Canten algunos de sus cánticos de Sión!” ¿Y cómo podríamos cantarle al Señor en un país extranjero? (Sal 137:1-4).

La alegría no se puede ordenar sino que brota de los corazones de las personas que han sido liberadas de su esclavitud del pecado y del mal. Se derrama como un arroyo que ya no está bloqueado sino que se precipita libremente hacia su destino final.

La temporada de Cuaresma nos prepara para el gran estallido de alegría que experimentaremos durante la Vigilia Pascual. Nos enseña a soportar seis semanas de relativa oscuridad para apreciar con alegría la luz de Cristo, que brilla con mayor resplandor en la mañana de Pascua. Como nos dice el Evangelio según san Juan:

Y ésta es la condenación: que la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no se acerca a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sea evidente que sus obras son hechas en Dios. (Jn 3:19-21)

Vivir en la verdad, la luz de Cristo, es lo que trae alegría a nuestros corazones individuales y al mundo en el que vivimos.

En la segunda lectura del cuarto domingo de Cuaresma, ciclo B (Ef 2:4-10), san Pablo les recuerda a los efesios (y a todos nosotros) que el amor misericordioso de Dios es más fuerte que todo mal. Pablo escribe:

Pero Dios, cuya misericordia es abundante, por el gran amor con que nos amó, nos dio vida junto con Cristo, aun cuando estábamos muertos en nuestros pecados (la gracia de Dios los ha salvado), y también junto con él nos resucitó, y asimismo nos sentó al lado de Cristo Jesús en los lugares celestiales, para mostrar en los tiempos venideros las abundantes riquezas de su gracia y su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. (Ef 2:4-7).

Por eso nos alegramos incluso en nuestra práctica penitencial. El amor de Dios por nosotros es infinito; supera con creces cualquier pena que sintamos por nuestros propios pecados o por el dolor que resulta de la condición humana que compartimos con todos nuestros hermanos y hermanas que sufren.

El Evangelio según san Juan deja claro que, como cristianos, no debemos ser personas que vivan con miedo: “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 3:17). Nuestra alegría debe brillar a pesar de la oscuridad y la desesperación del mundo. Debemos irradiar el amor de Dios y, así, llevar curación y esperanza a todos los que sufren de alguna manera.

El domingo de Laetare nos brinda la oportunidad de mirar más allá de nuestra oración penitencial, el ayuno y la limosna, y posar la mirada en la alegría triunfante de la Pascua.

Mientras seguimos observando esta temporada santa, recordemos que el único camino hacia la alegría de la Resurrección es el camino de la Cruz. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Jn 3:16).

Que toda nuestra tristeza se disipe con los cantos de júbilo que entonaremos juntos la mañana de Pascua. †

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