August 21, 2020

Cristo, la piedra angular

La pregunta definitiva que Jesús nos hace

Archbishop Charles C. Thompson

“¡Qué profundas son las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Qué indescifrables sus juicios e impenetrables sus caminos! ¿Quién ha conocido la mente del Señor, o quién ha sido su consejero? ¿Quién le ha dado primero a Dios, para que luego Dios le pague? Porque todas las cosas proceden de él, y existen por él y para él. ¡A él sea la gloria por siempre! Amén.” (Rom 11:33-36)

La lectura del Evangelio (Mt 16:13-20) de este fin de semana, el vigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario, contiene la audaz confesión de Pedro en respuesta a la pregunta de Jesús: “¿Quién dices que soy yo?” San Mateo nos dice que la respuesta de Pedro fue indiscutible:

“—Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente—afirmó Simón Pedro.—Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás—le dijo Jesús—, porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo. Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del reino de la muerte

no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 16:16-19).

Hay varias cosas en este pasaje de la Escritura que son dignas de reflexión en la oración.

Primero, está la cuestión de la identidad de Jesús. Esto fue algo misterioso incluso durante su vida. En el nivel más obvio, Jesús era el hijo de un carpintero del pequeño pueblo de Nazaret. No era rico ni exitoso (a los ojos del mundo); no era un sacerdote o una figura política. Pero era muy inteligente, conocedor de las Escrituras hebreas, y era claramente un hombre de oración, un maestro carismático que poseía poderes milagrosos de curación.

La pregunta que Jesús hizo a sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo no fue: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Fue más indirecta: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Mt 16:13) Como resultado, la respuesta de los discípulos es comprensiblemente vaga: “Unos dicen que es Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o uno de los profetas” (Mt 16:14). No iban a declararse de una forma u otra, así que Jesús pide un compromiso: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Mt 16:15).

¿Cómo responderíamos si Jesús nos mirara a los ojos y nos hiciera la misma pregunta? ¿Acaso dudaríamos, no nos comprometeríamos—algunos dicen esto o aquello, pero no estamos seguros—o diríamos con absoluta confianza, “tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”?

La afirmación incondicional de Pedro impulsa a Jesús a declararlo bienaventurado, la roca que fundará la Iglesia para que “las puertas del reino de la muerte no prevalezcan contra ella” (Mt 16”18). Este no es un honor que Pedro se haya ganado por sus propios méritos. Como dice Jesús: “porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16:17). De hecho, sabemos que Pedro demostrará ser indigno cuando por miedo niegue a Jesús tres veces.

Únicamente la gracia de Dios nos revela quién es Jesús realmente. Únicamente por el don del Espíritu Santo cualquiera de nosotros tiene la confianza y el coraje de proclamar a Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios vivo.

Nuestro trabajo es escuchar atentamente la Palabra de Dios, estar abiertos al encuentro con el Hijo del Dios vivo en los sacramentos, y descubrir quién es Jesús amando al prójimo a través de obras de misericordia corporales y espirituales.

La Iglesia, que se erigió sobre una roca, pero que está gobernada por gente pecadora e imperfecta como nosotros, solamente puede proclamar a Cristo cuando permanece fiel a Pedro que lloró por sus debilidades y se arrepintió de sus pecados. Una vez que reconozcamos nuestras dudas y vacilaciones, y abramos nuestras mentes y corazones al Padre, entonces podremos decir con confianza que Jesús es el que todos hemos estado esperando. Al entregarnos solamente a él, podemos dejar de lado todas las falsas esperanzas y promesas vacías que nos ofrece el mundo, la carne y el demonio.

Como san Pablo proclama a los romanos y a nosotros, la sabiduría y el conocimiento de Dios supera con creces todo lo que podamos conocer. “¡Qué indescifrables sus juicios e impenetrables sus caminos!” (Rom 11:33) ¡Qué maravilloso es que el Padre nos haya revelado a su Hijo Jesús por el poder del Espíritu Santo!

Abrámonos al encuentro de Jesús en la Palabra, el sacramento y el servicio. Seamos evangelizadores llenos del Espíritu que se aferran a Pedro, la roca, siempre que nuestras dudas, miedos y sentido de insuficiencia nos pongan a prueba. †

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