January 10, 2020

Cristo, la piedra angular

Jesús recibe la unción del Espíritu Santo y el empoderamiento del amor de Dios

Archbishop Charles C. Thompson

“Una vez bautizado, Jesús salió en seguida del agua. En ese momento se abrieron los cielos y Jesús vio que el Espíritu de Dios descendía como una paloma y se posaba sobre él. Y una voz, proveniente del cielo, decía:—Este es mi Hijo amado en quien me complazco” (cf. Mt 3:16-17).

Si presta atención durante la celebración del bautismo del Señor este domingo, escuchará una interpretación muy sutil pero impactante de lo que sucedió cuando Juan bautizó a Jesús en el río Jordán. La lectura del Evangelio dice: “Y una voz, proveniente del cielo, decía:—Este es mi Hijo amado en quien me complazco” (Mt 3:17).

Pero la antífona de la entrada de este domingo y el verso del aleluya del Evangelio dicen que la voz del Padre bramó: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco” (Mt 3:17). Se nos dice que mientras el Espíritu Santo descendía en forma de una paloma, el Padre proclamó con una voz resonante su inmenso orgullo por Jesús, su único Hijo.

La extraordinaria escena del bautismo del Señor es una manifestación de la obra de la Santísima Trinidad en nuestro mundo. Dios se presenta como la voz estruendosa del Padre, como el humilde y amado Hijo que no necesitaba ser bautizado pero que eligió hacerlo voluntariamente como signo de su unidad con nosotros, y como el dulce (pero poderoso) Espíritu que rondaba sobre Jesús en forma de una paloma para brindarle apoyo y aliento. ¡Qué momento de gracia! En verdad Dios está aquí en la plenitud de su divinidad y en su cercanía con nosotros, su pueblo.

En la segunda lectura de este domingo (Hechos 10:34-38), san Pedro nos dice que el amor de Dios es para todos. “Ahora comprendo verdaderamente que para Dios no existen favoritismos. Toda persona, sea de la nación que sea, si es fiel a Dios y se porta rectamente, goza de su estima” (Hechos 10:34-35). No nos atrevemos a imponer límites a la misericordia de Dios ni a comportarnos como si fuéramos capaces de predecir quiénes serán recompensados en el día final. La salvación no se limita a unos pocos creyentes elitistas sino que está abierta a todos, siempre que tengan temor de Dios y obren de manera justa.

Juan el Bautista bautizó a Jesús con agua, pero san Pedro nos dice que “Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y lo llenó de poder” (Hechos 10:38). Jesús recibió el poder de sanar a los enfermos, reconfortar a los afligidos, perdonar los pecados y redimirnos de la rotundidad de la muerte, pero este no le fue otorgado mediante ningún poder humano sino a través del Padre y del Espíritu Santo. En el signo sacramental del bautismo de Jesús en el Jordán se revela el misterio trino de Dios. Luego de ese momento de gracia, san Pedro comenta que Jesús “pasó por todas partes haciendo el bien y curando a todos los que padecían oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38).

Tal como descubrimos en la primera lectura del domingo, todo esto fue para cumplir con lo que el profeta Isaías había predicho antes de esta dramática escena en el río Jordán:

“Así dice el Señor: Este es mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, en quien me complazco. Lo he dotado de mi espíritu, para que lleve el derecho a las naciones. No gritará ni alzará la voz, ni se hará escuchar por las calles. No romperá la caña ya quebrada, ni apagará la llama que aún vacila; proclamará el derecho con verdad. No desfallecerá ni se quebrará, hasta que implante el derecho en la tierra, en las islas que esperan su enseñanza” (Is 42:1-4).

Quizá la voz del Padre haya sido un bramido, pero el Hijo no gritará, no alzará la voz ni se hará escuchar por las calles. Hará calladamente lo que sea necesario para servir de “luz de las naciones; para que abras los ojos a los ciegos y saques a los presos de la cárcel, del calabozo a los que viven a oscuras” (Is 42:6-7). Ungido por el Espíritu Santo y empoderado por el amor y la bendición del Padre, Jesús comienza su ministerio entre nosotros como un hombre de paz determinado a establecer la justicia para todas las naciones y los pueblos.

A medida que comenzamos un nuevo año calendario y la próxima semana se inicia nuevamente lo que la Iglesia llama el “tiempo ordinario” resulta oportuno recordar la misión de Jesús. Su bautismo a cargo de Juan fue un evento inaugural, el inicio de su ministerio público pero no fue algo que hiciera por sí mismo; Dios estaba con él (en él) en la plenitud de la Santísima Trinidad. Debido a esta manifestación única de la divinidad de Jesús y su cercanía con nosotros (su humanidad), podemos sentirnos confiados de que al seguirlo pacientemente un día formaremos parte de su justicia y de su paz.

Oremos por la gracia de escuchar atentamente “el bramido de la voz” de Dios este fin de semana y pidámosle al Espíritu Santo que nos ayude a seguir a Jesús mientras él nos seguía por el camino de la vida. †

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