March 29, 2019

Cristo, la piedra angular

La parábola del hijo pródigo nos recuerda que Dios siempre perdona

Archbishop Charles C. Thompson

“Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: ‘Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos’ ” (Lc 15:1-2).

En el cuarto domingo de Cuaresma la Iglesia proclama la maravillosa noticia de que Dios siempre perdona. La conocida parábola del “Hijo pródigo” (Lc 15:11-32) habla sobre la disposición de un padre para perdonar a sus hijos que han pecado contra él: uno por dilapidar toda su herencia y el otro por sentirse enfadado y resentido de ser el hijo que se quedó y trabajó, mientras su hermano andaba con mujeres.

Durante la Cuaresma reconocemos que somos un pueblo pecador y que nuestras imperfecciones nos lastiman a nosotros y a los demás de formas muy dañinas.

Como pecadores, normalmente lastimamos a quienes están más cerca de nosotros: a nuestros padres, cónyuges e hijos, amigos y compañeros de trabajo. Hacemos promesas que luego no cumplimos. A menudo nos aprovechamos de la generosidad de los demás y abusamos de su confianza.

Únicamente cuando hemos caído en lo más bajo como seres humanos y nos sentimos desesperados, imploramos ayuda: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo.” ¿Y cómo nos responde nuestro Padre celestial? ¡Alegrándose! Celebrando el hecho de que estábamos perdidos y hemos vuelto; que estábamos muertos y hemos regresado a la vida. Este es el prodigio del amor de Dios, la misericordia y el perdón infinitos que recibimos a través del poder de la pasión, muerte y resurrección de Jesús.

No tenemos que quedarnos atascados en nuestros pecados; la cruz de Cristo nos ha redimido. Nuestros pecados han sido perdonados y ahora somos libres. Alegrémonos. No somos perfectos, pero nos han perdonado.

El nuestro es un Dios misericordioso que tarda en enojarse y es rico en misericordia. Este es uno de los principales motivos por el cual nos alegramos durante la celebración de la Pascua. Nuestra experiencia en la Cuaresma y el próximo triduo pascual centra nuestra atención en el poder y la inmensidad del amor de Dios por nosotros. Estamos muy conscientes de lo que nuestro Dios misericordioso está dispuesto a hacer para redimirnos de nuestro propio egoísmo y del pecado.

La historia del hijo pródigo de san Lucas, que en verdad es un relato sobre dos hermanos y su padre generoso y amoroso, ha cautivado la imaginación de muchos artistas y escritores famosos en el transcurso de los últimos 2,000 años. Se trata de una historia de amor y perdón que sin duda es fuente de inspiración. Todos podemos identificarnos con los dos hermanos; en algunos momentos somos como el hermano menor que derrocha la herencia en una vida inmoral y de pecados de la carne. En otros momentos, sentimos el dolor y el resentimiento del hermano mayor: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado” (Lc 15:29-30)!

La respuesta del padre apela directamente a nuestros corazones endurecidos: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15:31-32).

No existe una alegría más grande que aquella que emana de sentir un amor misericordioso. (En hebreo existe una palabra para “amor misericordioso,” hesed, que alude al amor misericordioso e infinito de Dios). Esto es lo que siente el padre cuando regresa el hijo que creía perdido. Ciertamente es lo que siente el hijo que se había perdido cuando su padre lo recibe con semejante amor y misericordia. Y es lo que el hijo mayor tiene el reto de sentir, si es capaz de superar el enojo y el resentimiento, y aprender a compartir la alegría de su padre.

El amor misericordioso de Dios no borra los efectos de nuestros pecados, que pueden llegar a ser bastante graves. Incluso el comportamiento del hijo menor tuvo consecuencias que no desaparecieron por completo. Es necesario algún tipo de resarcimiento y, en algunos casos, administrar castigos por delitos cometidos.

Durante esta época de Cuaresma se nos invita y se nos desafía a vivir y sentir el amor y el perdón de Dios. Sí, somos pecadores, personas imperfectas que nos lastimamos a nosotros mismos y a los demás; sí, muy a menudo derrochamos los dones que Dios nos ha dado y nos sentimos resentidos y enojados cuando en verdad deberíamos estar profundamente agradecidos por todo lo que Dios nos ha dado.

No somos perfectos, pero nos han perdonado. Agradezcamos a Dios por su infinita misericordia y alegrémonos en esta Cuaresma porque Dios siempre perdona. †

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