August 11, 2017

Cristo, la piedra angular

María, madre de Dios y madre nuestra

Archbishop Charles C. Thompson

“María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe, enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino. Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor”
(“Lumen Fidei,” #60).

Dentro de unos días, el martes 15 de agosto, celebraremos la Solemnidad de la Asunción. “María, Madre de Dios” es la patrona de la Diócesis de Evansville, por lo que mis pensamientos y oraciones acompañarán a mi antigua diócesis de una manera especial en este día festivo.

Creemos que María es la madre de Dios y también nuestra madre. Esta doctrina de la Iglesia es un ejemplo poderoso de lo que yo llamo los “católicos del tanto y como.” Cuando se trata de un asunto de enorme importancia, como este, los católicos nos negamos a optar por un extremo u otro, o lo que yo llamo una “mentalidad absolutista.”

Hace mucho tiempo, la Iglesia rechazó el argumento de que María era sencillamente la madre humana de Jesús y que la divinidad de este estaba desvinculada de la maternidad de aquella. Creemos que Jesús es Dios y hombre, y junto con esta afirmación viene otra verdad similar: que María es la madre de Jesús, tanto en su aspecto divino, como en su aspecto humano.

La Santa Virgen María, madre de Dios y nuestra madre, es el modelo del discipulado cristiano auténtico. El papa Francisco nos dice que “la Madre del Señor es el icono perfecto de la fe, como dice santa Isabel: ‘Bienaventurada la que ha creído’ [Lc 1:45]” (“Lumen Fidei,” #58).

El Sumo Pontífice llama a María un “icono de la fe” puesto que su vida entera logra plasmar de una forma concreta y visible para nosotros la virtud teológica abstracta de la fe. María es bienaventurada porque creyó; es bienaventurada porque aceptó la voluntad de Dios para ella (aunque no la entendiera por completo); y es bienaventurada porque dijo “sí” cuando le pidieron que sacrificara toda su vida para el plan misterioso de Dios (“Lumen Fidei,” #58). Como virgen y como madre, María nos ofrece una señal clara, tanto de la condición divina de Cristo como de su aspecto humano.

El papa Francisco nos recuerda que María representó la culminación de una tradición de fe. De hecho, el Santo Padre nos dice que “en María, Hija de Sión, se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva” (“Lumen Fidei,’ #58). “Bendita eres entre todas las mujeres” rezamos, imitando las palabras de santa Isabel, “y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.”

Los cristianos depositamos toda nuestra fe, esperanza y amor en Jesucristo. No creemos en María, sino que creemos junto con ella y la comunión de los santos, vivos y difuntos. “En el centro de la fe—nos enseña el papa Francisco—se encuentra la confesión de Jesús, Hijo de Dios, nacido de mujer, que nos introduce, mediante el don del Espíritu santo, en la filiación adoptiva [cf. Gal 4:4]” (“Lumen Fidei,” #59). María señala el camino hacia Él. Tanto su vida terrenal como su constante intercesión desde el cielo nos demuestra cómo creer y cómo poner en práctica nuestra fe.

Desde hace 2,000 años, los cristianos hemos acudido a María, la primera discípula de Jesucristo, para recibir ayuda para creer y fortalecer nuestra fe. Su testimonio y su intercesión “aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa” (“Lumen Fidei,” #60). María, ayúdanos a sentir el amor de Cristo y, en consecuencia, a amarlo, mediante nuestra fidelidad a su palabra y a su ejemplo. María, ayúdanos a entregarnos por completo a Jesús a través de un encuentro personal con Él que mueva nuestros corazones y nos llene de fervor piadoso para seguirlo como discípulos misioneros, sin tomar en cuenta las implicaciones.

La solemnidad que festejamos el 15 de agosto es una celebración tanto de la vida de María en la tierra como su entrada a la vida eterna junto con su hijo, Jesús. Esta cláusula “tanto y como” implica que María no tenía pecado y, por consiguiente, no pasó por el trance de la muerte como lo hacemos el resto de nosotros, pero además que su ascensión hizo posible que se convirtiera en abogada activa de todos sus hijos en la Tierra.

Pidámosle a María que nos muestre el camino hacia su hijo totalmente divino y totalmente humano. Pidamos la gracia de seguir su ejemplo y de ser testigos tanto de la humanidad como de la divinidad de su hijo, Jesús. †

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