April 29, 2016

Alégrense en el Señor

No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo

Archbishop Joseph W. Tobin

“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”(Jn 14:27).

En la lectura del evangelio del sexto domingo de Pascua (Jn 14:23-29), el Señor resucitado consuela a sus discípulos (y a nosotros) con esta exhortación: “No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo. La paz os dejo, mi paz os doy.”

¿Qué es la paz de Jesús?

Él nos dice que su paz es distinta de lo que ofrece el mundo. ¿Y qué significa esto concretamente?

La paz de Cristo es algo paradójico. A través de las Escrituras y de los 2,000 años de la historia de la Iglesia sabemos que la paz que ofrece Jesús no nos hace automáticamente inmunes al sufrimiento ni a la ansiedad. La pax Christi no es sinónimo de momentos de calma, ni tampoco provoca un cese de las actividades bélicas, de la violencia ni de los desastres naturales.

Al contrario, muy a menudo, la paz de Cristo se siente en medio de circunstancias terribles, como es el caso del brutal asesinato de cuatro misioneras de la caridad en Yemen, ocurrido recientemente. Mi esperanza y mi plegaria es que, mientras sufrieron y murieron, estas mujeres a quien el papa Francisco describió como mártires contemporáneas, hayan sentido la paz que Jesucristo prometió a todos sus seguidores; una paz que trasciende nuestra experiencia terrenal.

Considero que la paz de Cristo posee tres características esenciales. Primero, está profundamente arraigada en nuestros corazones de una forma que es imposible destruirla. Tal como cantamos en inglés en el himno del siglo XIX: “Ninguna tormenta puede estremecer mi calma interior mientras me aferre a esa roca. ¿Cómo no iba a cantar si el amor es dueño del cielo y de la tierra?” La paz de Cristo tiene una cualidad que la hace impenetrable sin importar que sea blanco de los más crueles ataques. Ese hecho debe darnos confianza y esperanza, independientemente de la situación que estemos atravesando.

Segundo, la paz de Cristo emana del amor y la misericordia incondicionales de Dios. Cuando nos damos cuenta y aceptamos que hay un Dios amoroso que nos conoce personalmente, nos ama incondicionalmente y siempre está listo para acogernos, podemos sentirnos tranquilos y animados, sin importar qué nos ocurra. Nuestro Dios misericordioso está allí para nosotros en todas las situaciones: en las buenas, en las malas y en la cotidianidad. Podemos estar seguros de que Jesús está a nuestro lado en todo momento.

Por último, la paz de Cristo transforma. Además de ayudarnos a aceptar las cosas malas que nos ocurren, ya sea a consecuencia de nuestras propias malas o pecaminosas elecciones, o a causa de la iniquidad que existe en el mundo y que se escapa de nuestro control, la paz que recibimos del Señor a través de Su obsequio del Espíritu Santo, nos transforma. Convierte nuestra debilidad en fortaleza, nuestro temor en valor y nuestra desesperación en profunda esperanza. Esto significa que debido al poder de la gracia de Dios, del mal también puede emanar el bien, y la paz puede llegar a ser el resultado de la violencia más abyecta.

La mayoría de nosotros no vivirá un martirio como el de las cuatro misioneras de la caridad en Yemen, pero cada uno de nosotros enfrenta su cuota de violencia y ansiedad en la vida cotidiana.

Tener a un familiar aquejado por una adicción o una enfermedad terminal es algo que amenaza nuestra paz. Los problemas económicos, perder el trabajo, los problemas maritales o los graves desacuerdos entre familiares o amigos pueden conllevar al temor, a la ansiedad y al odio que perturban nuestra tranquilidad y amenazan nuestra felicidad. Necesitamos la paz de Cristo para poder enfrentar las dificultades de la vida y para vivir la alegría que él nos prometió como resultado de su propia pasión, muerte y resurrección.

En la lectura del Evangelio del próximo domingo el Señor nos dice nuevamente que nos ama y que nos da su paz. Para garantizar su promesa nos dice que enviará a un representante—el Espíritu Santo—para que nos defienda y nos guíe, tanto en la vida cotidiana como en los momentos difíciles.

El Espíritu Santo es la presencia de Dios en cada circunstancia de la vida. Porque Dios está con nosotros (más cerca de lo que estamos de nosotros mismos) jamás debemos temer quedar a la suerte de un destino cruel en un mundo hostil e indiferente. Dios el Padre y su único hijo, Jesucristo, están con nosotros a través del don del Espíritu Santo. No tenemos nada que temer y sí mucho para sentirnos llenos de esperanza.

A medida que avanzamos en esta jubilosa época de Pascua y nos preparamos para el gran obsequio del Espíritu Santo en Pentecostés, no permitamos que nuestros corazones se turben ni teman. El Señor está con nosotros, hoy y siempre. ¡Aleluya! †

Traducido por: Daniela Guanipa

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