March 9, 2007

Buscando la Cara del Señor

Reconozcamos el sufrimiento de Cristo en los demás durante la Cuaresma

Y le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres que lloraban y se lamentaban por Él. Pero Jesús, volviéndose a ellas, dijo: ‘Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos’ ” (Lc 23:27-28).

Al detenerse en la octava estación del Vía Crucis, la líder espiritual Catherine de Hueck Dougherty se sintió inspirada a componer una reflexión poética: “Sus lágrimas eran amargas, llenas de sal. Lloraron por el Hombre lastimero y sangrante que se tambaleaba bajo el peso de una cruz tosca y sin terminar. No sabían exactamente por qué.

“Cuando estuvo cerca, se irguió. La cruz se encogió y Él se volvió inmenso; rayaba el cielo, o al menos eso les pareció.

“Les pidió que no derramaran sus lágrimas por él sino por ellos mismos para que pudieran ver y cuando vieran, creyeran que el Amor encarnado estaba allí de pie, a punto de morir por ellos” (Las estaciones del Vía Crucis, Siguiendo los pasos de la Pasión con Catherine Doherty, Madonna House Publications, 2004, p. 27).

Las mujeres de Jerusalén instintivamente lloraron por compasión al Jesús tambaleante que pasaba junto a ellas, cargando la cruz de un criminal. Lloraban pero ciertamente no podían saber por quién se lamentaban. “No sabían exactamente por qué.” Esta no es una experiencia extraña para nosotros porque no es extraño sufrir a lo largo del camino de la vida.

Cuando preparé esta reflexión pensé sobre la liturgia funeraria que celebré hace un par de semanas. El Padre John O’Brien fue mi compañero de clase desde principios del seminario menor en Saint Meinrad, en septiembre de 1952.

Cuando llegué a la Misa en San Gabriel en Connersville, me dirigí a la iglesia para rendirle los últimos honores antes de que cerraran el ataúd.

Me enfilé hacia la iglesia detrás de dos caballeros ancianos que apenas podían andar debido a los estragos de su avanzada edad.

Una vez adentro no pude evitar darme cuenta de lo que consideré una cantidad extraordinaria de buenas personas que avanzaban hacia el ataúd con la ayuda de andaderas y bastones.

Me impactó porque un número significativo de ancianos enfermos salieron en medio del frío intenso para decirle adiós al Padre O’Brien. Se me ocurrió que habían venido a rendir sus honores a alguien con quien podían sentirse identificados.

Desde los comienzos de su juventud, el Padre O’Brien tuvo una vida difícil. Había perdido a sus padres. Durante algún tiempo antes de ir a Saint Meinrad, había estado en el orfanato de San Vicente en Vincennes.

Según los estándares comunes del mundo, la personalidad de John tenía algunas características extrañas. Los estudios para la formación sacerdotal no eran algo fácil para él. Sin embargo, trabajó muy arduamente; de la mejor manera posible perseveró en sus estudios y en el desarrollo de aptitudes que le permitieran interactuar con los demás de la mejor manera posible. Aquellos que vivían con él y que lo conocían bien podían darse cuenta de que John sufría internamente debido a sus limitaciones.

Se ordenó como sacerdote de Dios y genuinamente entregó todo lo mejor de sí al ministerio, aun a pesar de que sus dificultades continuaban incomodándolo. Aunque no siempre entendía por qué algunas personas le oponían resistencia, él seguía adelante.

El Padre O’Brien condujo al Señor al pueblo al que servía; les proporcionó el consuelo de los sacramentos de la Iglesia. Muchos de los que asistieron a su funeral fueron a dar testimonio de su gratitud.

Debido a los propios retos que tuvo que enfrentar desde la niñez, debido a que sufrió físicamente a lo largo de su vida, el Padre John sentía gran compasión por aquellos que descubrían que la vida es a veces injusta.

Pienso que las personas físicamente incapacitadas que vinieron a despedirse en la oración en medio del frío intenso quizás fueron beneficiarios agradecidos del ministerio compasivo, aunque a veces extraño, de un sacerdote sencillo. El Padre John reconocía el sufrimiento de Cristo en los demás. Tal vez no sabiendo exactamente por qué, ellos reconocían lo mismo en él.

Durante la oración cuaresmal debemos detenernos y reconocer a aquellos que sufren entre nosotros, a quienes quizás no apreciemos.

Ya sea en un vecino o en un familiar, en un extraño o en un conocido, Jesús continúa moviéndose entre nosotros, muchas veces de manera extraña, muchas veces disfrazado en el sufrimiento. Por medio de la fe podemos sentir esto, pero no sabemos exactamente por qué.

Quizás no siempre podamos deshacer las injusticias de la vida para nuestros compañeros de viaje, o para nosotros mismos, pero podemos compadecernos de ellos. Tal vez nos veamos limitados por nuestras propias dificultades, pero podemos caminar con ellos con genuina caridad y oración.

Parafraseando las palabras de Catherine Doherty: Esperemos el día en que podamos ver, y cuando lo hagamos, que creamos que el Amor encarnado estaba allí de pie, a punto de morir por nosotros.

Que esta sea la gracia de estos 40 días.

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