May 27, 2016

Alégrense en el Señor

Jesús sacia nuestros corazones hambrientos

Archbishop Joseph W. Tobin

“Jesús tomó entonces los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, los bendijo, los partió, y se los dio a sus discípulos para que ellos los repartieran entre la gente. Y todos comieron y quedaron satisfechos; y de lo que sobró recogieron doce cestas” (Lc 9:16-17).

Este domingo celebramos la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y la Sangre de Cristo (Corpus Christi). Esta solemnidad guarda una estrecha relación con el santo dominico del siglo XIII, Tomás de Aquino, cuya intensa devoción a la eucaristía inspiró sus oraciones, sus enseñanzas y varios de los hermosos himnos que aún hoy en día cantamos: “Adoro Te Devote” (que cantamos en Corpus Christi), “Pange Lingua Gloriosi,” “O Salutaris Hostia,” “Panis Angelicus” y “Tantum Ergo Sacramentum.”

En Corpus Christi se celebra la encarnación de la Palabra de Dios, su humanidad y su presencia real entre nosotros en el sacramento que nos entregó en la noche antes de sufrir y morir por nosotros.

Asimismo, en Corpus Christi se celebra una de las enseñanzas más profundas de nuestra fe católica: que todos los cristianos bautizados están unidos en Cristo y se han convertido en el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. San Pablo nos enseña que Cristo es la cabeza de la Iglesia y que todos estamos unidos a él; por lo tanto, formamos un único cuerpo dedicado al desarrollo sobrenatural y a la transformación de todo el mundo en Cristo.

La Iglesia nos enseña que la vida en Cristo comienza con el bautismo y se nutre al recibir la sagrada eucaristía, el cuerpo y la sangre de Cristo, así como también los demás sacramentos. El papa Pío XII escribió en su encíclica de 1943 titulada “Mystici Corporis Christi” (El cuerpo místico de Cristo): “Ahora bien, para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo (...) no existe nada más noble, más excelso ni más divino que el concepto que encierra la denominación cuerpo místico de Jesucristo” (#13).

El Concilio Vaticano Segundo y todos los papas que han venido después, han reforzado esta enseñanza acerca de la unidad absoluta de Cristo y de su Iglesia con su expresión más poderosa y sacramental a través de la eucaristía. Nuestra unidad como cristianos se afirma mediante nuestra participación en la vida de Cristo; esto se logra de una vez y para siempre en el bautismo y se nutre, restituye y santifica cuando recibimos frecuentemente su sagrado cuerpo y su sangre en la eucaristía.

El evangelio del domingo narra el milagro de los panes y los pescados. Jesús da de comer a una multitud de cerca de “cinco mil personas” a partir de los escasos recursos de los que dispone y el resultado no solamente es la plena satisfacción de todos los presentes sino que además “sobró” para llenar 12 cestas. Esta increíble historia demuestra el poder del Señor sobre las cosas materiales (el pan y los pescados) pero lo que es aún más importante: es un presagio del enorme don que entregará para alimentar las almas de sus discípulos y satisfacer por completo el anhelo de nuestros corazones hambrientos.

Especialmente en este Año Santo de la Misericordia, el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, está llamada a proseguir la labor de Cristo en la tierra. Debemos atender las necesidades terrenales de nuestros hermanos y hermanas a través de las obras de misericordia corporales: compartir la comida y la bebida con los que tienen hambre y sed, vestir al desnudo y dar techo a quien no tiene hogar, visitar a los enfermos y a los presos, y enterrar a los difuntos.

También estamos llamados a satisfacer los corazones hambrientos espiritualmente a través de lo que se denominan las obras de misericordia espirituales: corregir al que se equivoca, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, perdonar al que nos ofende, consolar al triste y rezar a Dios por los vivos y los difuntos. Realizamos estas obras de misericordia porque somos el cuerpo de Cristo y porque sin nosotros (cada uno de nosotros) la Iglesia no podría llevar adelante su misión divina.

El papa Francisco nos recuerda que somos discípulos misioneros que encarnamos el amor y la misericordia de Jesucristo en nuestra vida diaria. La eucaristía es lo que nos alimenta, nos brinda el sustento necesario para amar y perdonar a los demás, para atender sus necesidades físicas, así como también sus necesidades espirituales. Cristo sació nuestros corazones hambrientos—también nuestros cuerpos—a través del maravilloso obsequio de su persona que se encuentra realmente presente en el sacramento de su cuerpo y su sangre.

En este año del jubileo, debemos estar especialmente agradecidos por el misterio del Corpus Christi y por las numerosas bendiciones que recibimos como miembros del cuerpo de Cristo. Recemos para que el Señor siga obrando milagros que satisfagan las necesidades espirituales y materiales de todos. Seamos Cristo para los demás: discípulos misioneros que rezan por la gracia de contribuir a saciar el hambre de todos nuestros hermanos y hermanas en Cristo. †
 

Traducido por: Daniela Guanipa

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