May 13, 2016

Alégrense en el Señor

El perdón es posible gracias al poder del Espíritu Santo

Archbishop Joseph W. Tobin

De acuerdo con el Evangelio según San Juan, cuando el Señor resucitado se apareció a sus discípulos quienes estaban escondidos a puerta cerrada “por miedo a los judíos,” se colocó en medio de ellos, sopló y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados” (Jn 20:19-23). Durante la Solemnidad de Pentecostés en este Año Santo de la Misericordia, es importante comprender la conexión que existe entre el poder del Espíritu Santo y el maravilloso don del perdón de Dios.

En 1711, Alejandro Pope escribió: “Errar es humano, perdonar es divino.” La misericordia es una cualidad de Dios que nosotros, en nuestra condición de seres humanos obtusos y vengativos ejercemos únicamente por la gracia de Dios a través del poder del Espíritu Santo. Es por ello que cuando Jesús se aparece a sus discípulos acobardados, primero les da la paz. Seguidamente, sopló sobre ello y les brindó el gran don del Espíritu.

Con este obsequio viene también el poder para ejercer la misericordia y perdonar los pecados, algo que ningún cristiano debe dar por sentado. Nuestro Dios misericordioso no solamente nos perdona sino que comparte con nosotros el poder divino de perdonar los pecados de los demás. Si se detienen a reflexionar sobre esto, se darán cuenta de que el don del Espíritu Santo es algo verdaderamente maravilloso. Errar es humano, al igual que la tendencia a procurar la venganza y el castigo por las faltas cometidas contra nosotros. Pero demostrar misericordia, sin importar el grado de ofensa que hayamos recibido, es una cualidad divina.

Sin el perdón, quedamos atascados en nuestros pecados, un lastre que nos impide experimentar la paz y la alegría que representan nuestra verdadera herencia homo hijos e hijas de Dios. Pero cuando recibimos el soplo del Espíritu Santo en nuestras mentes y corazones, en verdad tenemos la libertad para vivir como lo hizo Jesús: con amor y compasión hacia todos.

Y cuando extendemos ese mismo perdón amoroso a los demás, nos convertimos en instrumento del Espíritu Santo y, tal como lo expresa el papa Francisco, en misioneros de la misericordia para todo el pueblo de Dios.

“Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados” (Jn 20:19-23).

¿Pero qué ocurre con quienes no perdonan los pecados? Jesús también otorgó esta facultad a sus discípulos. ¿En qué circunstancias resulta adecuado no perdonar los pecados?

Esta es una pregunta muy difícil de responder. Como cristianos, creemos que muy pocos pecados (si es que los hay) son imperdonables y que ningún pecador es tan ruin que no puede arrepentirse y recibir el perdón absoluto de Dios.

La Iglesia efectivamente identifica “blasfemias contra el Espíritu Santo” y las denomina pecados imperdonables. Tradicionalmente estos son: 1) pecado de presunción; 2) desesperación; 3) impugnar la verdad conocida; 4) envidiar los dones espirituales del hermano; 5) la obstinación en el pecado; y 6) la impenitencia final.

Sin embargo, ninguno de estos pecados contra el Espíritu Santo resulta imposible de perdonar para Dios. Ningún pecado es más fuerte que el infinito amor y la misericordia de Dios. Llamamos imperdonables a estos pecados porque representan el tipo de arrogancia que se niega a reconocer la misericordia de Dios o a aceptar el hecho de que hemos sido salvados por el supremo acto de perdón divino: la muerte de Cristo en la cruz. Con gran renuencia, la Iglesia no perdona los pecados de aquellos que se niegan a aceptar el poder amoroso y el perdón del Espíritu Santo, pero guarda la esperanza, e incluso la confianza, de que la misericordia de Dios finalmente se impondrá.

La solemne festividad de Pentecostés nos llama a regocijarnos en los dones supremos del amor y la misericordia que cada uno de nosotros ha recibido por el poder del Espíritu Santo. Pentecostés también es un recordatorio vívido de que no debemos dar por hecho estos dones sino que se nos invita—e incluso se nos desafía—compartirlos con los demás como discípulos misioneros llamados a predicar la Buena Nueva de nuestra salvación a todas las naciones y los pueblos.

La magnífica secuencia que cantamos antes del Evangelio en el domingo de Pentecostés, Veni, Sancte Spiritus, implora al Espíritu Santo:

Ven Espíritu Santo
y desde el cielo envía
un rayo de tu luz (…)

cura lo que está enfermo.
Doblega lo que es rígido,
calienta lo que es frío,
dirige lo que está extraviado.

Que el Espíritu Santo de Dios se haga presente en nuestras mentes y nuestros corazones una vez más en este Pentecostés. Que los obsequios del amor y la misericordia de Dios nos faculten para confesar nuestros propios pecados, procurar la misericordia de Dios y seguidamente, perdonar las faltas de los demás. Que jamás seamos tan obstinados que nos neguemos a reconocer el poder redentor del Espíritu Santo. Que jamás dudemos en procurar el perdón de Dios ni pedir la gracia del perdón para aquellos que nos han faltado. †

Traducido por: Daniela Guanipa

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