May 22, 2015

Alégrense en el Señor

De los creyentes brotan ríos de agua viva

Archbishop Joseph W. Tobin

“Este no es el fin; no es ni siquiera el comienzo del fin. Pero quizás sea el fin del comienzo.”
—Winston Churchill

La célebre frase de Winston Churchill sobre “el fin del comienzo” tenía como intención brindar inspiración al pueblo británico durante la Segunda Guerra Mundial. Churchill quería reafirmar los avances que se habían realizado y, al mismo tiempo, recordar a sus compatriotas británicos que todavía había mucho por hacer.

Este es el mismo espíritu de la Solemnidad de Pentecostés que celebramos ahora, después de siete semanas de alegría pascual. Cristo ha resucitado y ha ascendido al Padre. Este no es el fin para sus discípulos; no es ni siquiera el comienzo del fin. Pero quizás podríamos considerarlo el fin del comienzo, el fin de un largo período preparatorio que ahora culmina con el bautismo de fuego de los apóstoles por obra del Espíritu Santo.

Hasta ese momento, los discípulos habían sido verdaderamente discípulos (seguidores, aprendices). Si bien Jesús les dio varias tareas durante el tiempo que duró su ministerio público, realmente no habían emprendido ninguna acción por cuenta propia. Eran alumnos de un maestro que también era su amigo e incluso su servidor, tal como vimos cuando les lavó los pies durante la Última Cena.

Ese fue el comienzo, su época de formación vivencial o pastoral; pero esa época ha terminado.

Con la venida del Espíritu Santo, Pedro y los apóstoles están llamados a aceptar funciones de liderazgo, a responsabilizarse de proseguir con la misión y el ministerio de su Señor, hasta los confines de la Tierra y hasta el fin de los tiempos. Podríamos decir que se trata del fin del comienzo y de la inauguración o el inicio de una era totalmente nueva en la historia del mundo. Pentecostés marca la era del Espíritu Santo y el nacimiento de la Iglesia.

La Iglesia nos enseña que “Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los ‘últimos tiempos,’ el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado” (Catecismo de la Iglesia Católica, #732). Esta es nuestra época, el momento en el que aquellos que deseamos seguir a Jesús estamos llamados a guiar y a servir; es una época que exige valor y sabiduría, y la aplicación de todos los dones del Espíritu Santo.

Recordemos dónde se encontraban los discípulos y en qué condiciones, cuando “de repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento” (Hch 2:2). Se amontonaron en un salón porque tenían miedo y no sabían qué hacer. Entonces “se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2:3-4).

Hasta el momento en el que el Espíritu Santo descendió sobre ellos, los discípulos eran cobardes; estaban demasiado asustados para salir de la casa; demasiado confundidos para emprender acciones y demasiado inseguros para saber qué decir o por dónde comenzar. El primer Pentecostés lo transformó todo; les concedió el poder para hablar (en diferentes lenguas) y para actuar de forma que cambiaron radicalmente el curso de la historia del mundo. Pentecostés fue el fin del comienzo para los discípulos de Cristo.

En el Evangelio de la Misa de Vigilia de la Solemnidad de Pentecostés (Jn 7: 37–39), Jesús dice, “¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba! De aquel que cree en mí, como dice la Escritura, brotarán ríos de agua viva” (Jn 7:37-39). San Juan nos dice que esto lo dijo en relación con el Espíritu Santo. De aquel que ha recibido los dones del Espíritu brotarán ríos de agua viva y esta disipa nuestros temores y nos infunde el valor para proclamar el evangelio mediante nuestras palabras y acciones hasta los confines de la Tierra.

En este Pentecostés, oremos para tener el valor de recibir los dones del Espíritu Santo y para actuar como discípulos decididos y fieles de nuestro Señor Jesucristo. Adueñémonos de la oración perpetua de la Iglesia:

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía tu espíritu y todo será creado.
Y repuebla la faz de la tierra.
Oh Dios, que ha iluminado los corazones de tus hijos
con la luz del Espíritu Santo;
haznos dóciles a sus inspiraciones,
para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo.
Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Traducido por: Daniela Guanipa

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