August 28, 2009

Buscando la Cara del Señor

La fe auténtica nos orienta hacia el prójimo y hacia Dios

Nuestra tradición católica posee una visión holística del mundo, no fraccionada ni individual. Toda la creación, tanto lo visible como lo invisible, fue concebida por Dios para unirse a Él al final de los tiempos.

Como seres humanos individuales anhelamos la comunión con Dios y con el prójimo. La nuestra no es una fe individualista.

Creemos que somos un pueblo peregrino que camina unido hacia una tierra celestial que nos preparó el Señor resucitado, quien ascendió para reunirse con el Padre y nos espera en compañía de su Santa Madre y todos los santos.

Esta es la Jerusalén divina que nos prometen las Escrituras; es la Ciudad de Dios de San Agustín; la materialización del reino que representa el núcleo de las enseñanzas de Jesús.

El reino que comenzó aquí en la Tierra y que llegará a su perfección en el mundo venidero, es la fuente de nuestra más profunda esperanza. Hemos sido llamados a la unidad con Dios y con todos los santos desde ahora y de forma mucho más integral en el mundo futuro.

En su encíclica “Spe Salvi” (“Salvados por la esperanza”), el papa Benedicto XVI escribe que los cristianos siempre han creído que la “vida bienaventurada” que anhelamos es una realidad comunitaria y no algo que ocurre únicamente a las personas individuales.

El Papa recuerda la enseñanza constante de la Iglesia de que el pecado es “la destrucción de la unidad del género humano”. En efecto, las Escrituras representan al pecado “... como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación” (“Spe Salvi,” #14). En inglés, la palabra pecado proviene del vocablo alemán sunde, que significa dividido o separado.

El egocentrismo es una prisión; es el producto del pecado. Únicamente la apertura hacia los demás puede liberarnos de la esclavitud del pecado para gozar de la felicidad o la alegría de la vida en Cristo.

El infierno es la separación de Dios, la máxima división de la comunidad humana. El cielo es exactamente lo contrario: donde toda la creación encuentra su unidad y perfección en Cristo, donde encontramos la felicidad, la paz y la alegría en la plenitud del amor de Dios

Como la familia de Dios, estamos destinados a unirnos en el amor de Dios, que se hace realidad en la comunión con los santos. Esto no significa que le restamos valor a la persona individual.

Al contrario, cada ser humano ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Dios nos conoce por nuestros nombres y nos ama a cada uno, como personas individuales con una dignidad y un valor inestimables. Pero precisamente porque cada individuo es importante, valoramos la unión de todas las personas, no de forma superficial o falsa, sino en una unidad profunda y bienaventurada.

No somos comunistas ni socialistas que creen que el colectivo (la sociedad) tiene más valor que la persona individual. Somos católicos y como tales, creemos que la verdadera comunidad existe únicamente cuando se reconoce y se respeta la dignidad de la persona individual y se le permite desarrollar su máximo potencial.

Esta imagen de “verdadera comunidad” se aplica a la familia, a la Iglesia y a la sociedad humana en todas sus formas. Representa una imagen de esa perfecta comunión que se encuentra en el misterio de la Santísima Trinidad: tres personas distintas en un solo Dios.

El papa Benedicto nos enseña que la vida bienaventurada que anhelamos “presupone dejar de estar encerrados en el propio ‘yo’, porque sólo la apertura a este sujeto universal abre también la mirada hacia la fuente de la alegría, hacia el amor mismo, hacia Dios” (“Spe Salvi,” #14).

El Santo Padre señala que “Esta concepción de la ‘vida bienaventurada’ orientada hacia la comunidad se refiere a algo que está ciertamente más allá del mundo presente” (“Spe Salvi,” #15).

Nuestra visión católica del mundo se define a veces como una perspectiva que ve el “ambos/y”, en lugar del “este o aquel.” Reconocemos el reino de Dios tanto en este mundo como en el futuro.

Nos reconocemos como personas individuales hechas a la imagen de Dios y como miembros de una comunidad, una familia de fe.

Y creemos en Jesucristo, que es Dios y hombre, como aquél que se encuentra aquí con nosotros en este momento (especialmente en la Eucaristía) y que al mismo tiempo está por venir en un momento que desconocemos pero que esperamos con ansias.

La beata Teresa de Calcuta solía decirles a sus hermanas que el servicio a los más pobres entre los pobres se realizaba “para Jesús, con Jesús y por Jesús.” Eso es la unidad en Cristo. Es el reconocimiento de que independientemente de lo que hagamos, lo hacemos para el Señor, con Él y por Él.

La esperanza auténtica no es individual. La esperanza nos orienta hacia los demás y hacia la Trinidad que es el motivo de nuestra unidad y la fuente de toda esperanza. †

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