July 14, 2006

Seeking the Face of the Lord

La misión de la Iglesia es buscar el rostro del Señor

Nuestras raíces como la Iglesia particular conocida como la Arquidiócesis de Indianápolis datan de tiempo atrás. No somos meramente una organización social con el título de Católicos.

Para poder tener arraigo en nuestra iglesia local nos remitimos a donde todo empezó, a saber: en Dios El Creador.

El plan de Dios en la creación del mundo fue dignificar a la familia humana otorgándole un destino divino.

Pese a que al principio nuestra familia humana le dijo no al maravilloso plan de Dios, Él no nos abandonó. En lugar de ello, ofreció salvarnos prometiéndonos a Cristo Redentor. Dios estuvo preparando por siglos a un pueblo elegido para entregarles la mayor y más completa revelación de su amor: su propio Hijo.

El pueblo de Israel fue el primero en aceptar la invitación de Dios. En ellos, y por medio de sus líderes especiales a quienes Dios preparó, vinieron a ver la amistad única que existía entre ellos y Dios, simbolizada en el contrato solemne en el Monte Sinaí. Sería un pueblo especial, una nación santa, símbolo de la presencia del único y verdadero Dios entre todos los pueblos del mundo.

En los acontecimientos de la historia vemos cómo Dios comienza a revelar su amoroso plan de salvación. El pueblo de Israel son nuestros ancestros en la fe.

Obviamente a nosotros nos corresponde el papel principal de Jesucristo en el plan creativo de Dios, y por lo tanto, en nuestra misión como Iglesia local. En la inmensidad de todos los tiempos, Dios mandó a su único hijo. Completamente humano y completamente divino, Cristo es: “la imagen misma del Dios invisible” (Col 1:15).

Nacido de una mujer, al igual que todos nosotros excepto en el pecado, Cristo vino en una misión enviado por su Padre. Cristo es la total revelación de Dios; el Dios que habita plenamente entre nosotros.

Sin embargo, Cristo también es completamente humano. Por lo tanto, en su persona se logra finalmente la unidad tan vehementemente deseada entre Dios y nuestra familia humana, presagiada por el contrato solemne con Israel y proclamada por los profetas. Cristo representa todo aquello que Dios siempre deseó expresarnos; y Cristo también representa todo lo que Dios esperó que nosotros respondiéramos.

“Que todo se haga de nuevo,” fue la misión de Cristo: una transformación de toda nuestra familia humana en el espíritu de Dios.

Este es nuestro destino divino y es el significado del Reino de Dios. Cristo fundó ese reino obedeciendo por completo la voluntad del Padre.

La base de la obediencia de Cristo es el amor: el amor por el Padre y por toda la creación en la unidad del Espíritu Santo. La esperanza del Reino consiste en lo siguiente: en que eventualmente todos nosotros podamos reunirnos en el Padre, por medio de Cristo, por el poder del Espíritu Santo. Toda persona humana nacida quedará unida en un lazo solemne de amor, sellado por la sangre de Cristo.

Por lo tanto, la misión de Cristo en la tierra fue fundar el Reino de Dios: “un reino de verdad y vida, un reino de gracia y santidad, un reino de justicia, amor y paz” (Misal Romano: Prefacio de Cristo Rey).

El objetivo de Dios es que algún día su reino en pleno abarque la unidad de todas las personas humanas en un glorioso lazo de amor. Ese es el “reino” donde “toda lágrima será enjugada” (III oración eucarística). Y oramos “venga tu reino.”

Pero, ¿qué sucede ahora? Desde que Cristo subió al cielo y hasta que vuelva con gloria, ¿qué ocurre? ¿Qué pasa hasta que sobrevenga la plenitud de ese reino prometido?

La misión de la Iglesia es buscar el rostro del Señor. Cuando me ordené como obispo elegí el lema “Buscar el rostro del Señor” del Salmo 27, porque pensé que expresaba nuestra misión común como iglesia local. Buscamos el rostro del Señor en la adoración y por medio del servicio a todo su pueblo. Consideré que este lema sería apropiado.

Cristo inauguró el reino de Dios, pero su completa cristalización ocurrirá con el tiempo. Por ello Cristo juntó discípulos que pudieran continuar con su misión salvadora a través de los tiempos hasta que él volviera con gloria. De ellos, eligió a 12 apóstoles para que compartieran su misión de una manera única, y para guiar al “nuevo pueblo de Dios” en sus vidas y su labor por salvar la unidad de la familia humana.

Este “nuevo pueblo de Dios” es la Iglesia. Congregados y guiados por el conjunto de obispos como sucesores del conjunto de Apóstoles, bajo el liderazgo del obispo de Roma y sucesor de Pedro, la Iglesia es más que una simple asociación de discípulos individuales.

En vez de ello y por el poder del Espíritu Santo, este “pueblo” es una unidad orgánica. Desde sus primeros días la Iglesia ha sido llamada el cuerpo de Cristo. †

 

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